domingo, 4 de septiembre de 2011

Carta a un poeta sin tiempo


Bajo la sombra de mi Cirián.
Cierto día de septiembre de un año cualquiera.

Mi muy admirado señor Rilke:
Tuve conocimiento de usted, a través de las afables exaltaciones que despierta su persona en mi maestra Ethel Krauze, colega suya a quien seguramente ha conocido al convocarle ella cuando abrió alguno de sus libros y, juntos, continuaron la charla con tequila o con café, borrachos ambos de letras y extasiados en el instante supremo en que tocados por un ángel, el escritor entró en el alma de la lectora, a través de su mirada.
     Me disculpo, sin embargo, si mi primer y tímido acercamiento a su genio creador, fue a través de unas cartas que usted escribió sin proponérselo –porque tienen un destinatario particular–, a generaciones enteras de nuevos escritores, y no por medio de saborear sus poemas que, para este instante, atraen acaso más mi interés, que si en primer lugar me hubiera acercado a ellos, en vez de husmear, como aquel personaje de Patricia Highsmith en Pájaros a punto de volar, en el buzón de otro para violar la privacidad de su correspondencia.
     Quedé prendado de usted y su mirada del mundo, conforme me adentré de su mano entre los clandestinos laberintos, de los secretos desvelados a otro que no soy yo, pero sentí serlo en muchos momentos donde incluso lo que usted le aconseja al joven poeta –por ejemplo, acerca de cómo enfrentar la tristeza–, me parece tan destinado a mí como el más personal de los mails o las frases de consuelo en el muro del Facebook, que me brindara algún amigo, cercano o distante, al conocer por mi decir las aflicciones que en estos días aciagos, no me dejan vivir tranquilo.
     Esa tristeza me llevó a coger con desgano aquel libro que me sugirió ella –Ethel, ¿quién más?– y, tras darle una vuelta y otra al asunto, leí por fin esas diez Cartas a un joven poeta, que de haber sido escritas para mí me habrían hecho declararme tan suyo, mi señor, como usted revela en alguna despedida que lo fue en sus afectos al novel escritor cuyas dudas disipó –estoy seguro de ello– con creces.
     Debo decir, honestamente, que hubo varios momentos durante mi lectura de aquellas misivas, en que sentí erizada la piel al parecer que usted leía mi mente cuando aborda con nitidez y pericia, cuestiones cruciales del oficio de escritor. Yo, mi señor, como usted aconseja a su pupilo –no precisamente en la hora más serena sino en la más bella, de muchas madrugadas–, con la frente perlada de sudor y la duda martilleándome la sien, me he preguntado si esto que siento por la literatura acaso es solamente un espejismo o si, por el contrario, en verdad obedece a mi sentido más genuino de estar en el mundo.
     Le confieso, que a veces preferiría no haber cobrado jamás cierta conciencia de la complejidad que implica el buen manejo de la palabra escrita, y continuar así creyendo que yo sabía escribir, como también pensé que sabía lo que deseaba hacer con los años restantes de mi vida, antes de mirar mi reflejo posible en ella –Ethel, ¡quién más!–, la mujer de cuya mano me fue robado el sueño y la tranquilidad, apenas entrar aquel fatídico día a la primera de sus clases, donde sembró en mí la semilla que creció con cada una de sus enseñanzas, hasta volverse un árbol frondoso que bebe mi agua de vida desde muy adentro de mi pecho, y me oprime, camina y me persigue, porque desde entonces no hago sino pensarme como aquel artista que todavía no puedo ser.
     Aconséjeme usted, Rilke, se lo suplico. Dígame cómo abrazo con mi aliento de vida a esta ilusión, armado rudimentariamente con un pobre puñado de palabras y un torrente de emociones, a los que no sé –como el escultor bien lo hace con el mármol–, arrancarle las hermosas formas que se adivinan tras la piedra, y que yacen todavía escondidas, sin permitirme desvelarlas…
     Explíqueme cómo enfrento mi temor, y que el árbol que de aquella semilla me ha brotado, pueda alimentarme con sus jugosos frutos todavía no logrados porque las flores que ocasionalmente da, se desprenden y caen desconsoladas sobre el suelo de mi rutinaria vida, donde hay poco lugar para el arte.
     A cambio de su consejo, generoso y sabio como lo fue para Kappus  –el hombre al que robé, desesperado, la intimidad de las cartas que usted escribió–, le prometo un sí definitivo a mi necesidad de escribir. Adiestre mi mano, déjeme ver a sus musas desnudas. Deseo que mi sentir se transforme en poema que respire a través de las hojas del árbol que me habita, y que está sediento, vivo y, pese a todo, floreciendo.

     Suyo,
     Este loco –y envejecido ya desde la plena juventud–, aspirante a literato.

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