domingo, 11 de septiembre de 2011

Un pájaro a punto de volar


Hermes Castañeda Caudana

–Este semestre leeremos dos cuentos de Patricia Highsmith en el seminario –anunció la maestra y, el aprendiz, no hizo sino preguntarse quién era aquella escritora y por qué, precisamente, serían dos cuentos suyos los que le desvelarían los secretos para la construcción del personaje en la obra literaria, tal como había explicado con anticipación, la maestra que sucedería.
     Él se retiró a casa, pensando todo el camino en el autobús de regreso a su rutina, qué misterios entrañaría aquel raro título del libro que deseaba ya tener entre sus manos, para sumergirse en las historias tan elogiadas por su profesora, hijas de la pluma de aquella literata nacida en los años veinte del siglo pasado, que lucía tan enigmática –lo supo esa misma noche– en la portada del libro indicado, de quien además se decía con entusiasmo en la web que escribía acerca de los hombres, “como escribiría una araña acerca de las moscas”.
     –Pájaros a punto de volar –repitió para sí mismo una y otra vez, probando con diferentes tonos e intensidades de voz, en una especie de invocación de los seres que poblarían los cuentos señalados, el día en que por fin, tuvo un ejemplar entre sus manos.
     En silencio, con jugo de magueyes y de toronja gasificada, se bebió también una sola noche, las dos historias: Una mañana extraordinaria y, la que dio nombre al libro, Pájaros a punto de volar. En la primera, un taxista neoyorkino decide cambiar de aires y se muda a un pueblo tranquilo, un verdadero paraíso donde la gente es amable y sencilla y lo acoge con la familiaridad de quien lo ha conocido de toda la vida. En la segunda, un amante ilusionado espera con ansia la carta que alimente su esperanza, en que ella no ha olvidado aquellos locos días junto a él, cuando el mundo eran ambos y nada más. El paraíso, sin embargo, dejó pronto de serlo para Aaron, el protagonista del primero de los cuentos. En el segundo, la ilusión fue desplazada por angustia y desesperación, para Don.
     –Brillante –dijo el lector tras un suspiro, en que aprovechó también para inhalar el humo de la tercera varita de incienso, que perfumaba su noche en compañía de aquel libro que, como pocos, lo había hechizado.
     Una vez más, el estudiante busca la página 127 y lee en voz alta: “Todas las mañanas, Don miraba el buzón, pero nunca había carta de ella”. ¡Quiere abrevar otra vez del genio de la autora! Una mañana extraordinaria, con su despliegue de conocimiento de la psique humana y sus recovecos lo ha estremecido, pero Pájaros a punto de volar, que se precipita a disfrutar de nuevo con mayor avidez incluso que la primera ocasión en que lo hizo, simplemente le ha parecido una obra de arte. Hambrientos de palabras, los ojos le revelan las siguientes frases:
     “No habrá tenido tiempo, se decía. Repasaba mentalmente todas las cosas que ella tenía que hacer: llevar sus pertenencias de Roma a París, encontrar un apartamento al llegar a París y empezar su nuevo trabajo, antes de sentarse a escribirle una carta”.
     –¿No es así como se explica uno lo que quizá sea olvido del otro o una clara señal de la no correspondencia a lo que siente aquél que cometió el error de enamorarse tras un encuentro fortuito? –se pregunta el amante, y en su planteamiento está la respuesta.
     Recuerda aquella vez en que aguardó esa llamada, aquel correo electrónico, una carta… ¡Ay! La presencia del ser amado que nunca llegó.
     –Sí –se dijo–, como Don, ¡también hurgaría en el buzón del vecino!, desesperado por la falta de alimento a la esperanza que sin respuesta se convierte en congoja, y después… ¡en locura! Quizá también, como él, al descubrir que hay otra alma anhelante no correspondida que escribe a ese otro hombre sin rostro que a su vez ignora las súplicas de esa otra chica, yo habría tomado su lugar para consolarla e, incluso, para citarla en aquel sitio, adonde después, ¿qué haría después? Sí, improvisaría…
     Por eso, le sorprendió sobremanera cuando en la siguiente de sus clases, algunas estudiantes del seminario dijeron haberse horrorizado cuando Don da fecha, hora y lugar al encuentro con la mujer que representa el correlato de su pena, a quien su vecino desprecia e ignora. Y al estar ahí, lo que hace no corresponde a lo que éticamente, convencionalmente o quién sabe por qué, se supone que él tendría que hacer.
     –¿Y por qué tendría que hacerlo? –se pregunta de vuelta en su casa, el escribiente, en medio de la quietud que anuncia la hora más serena de la madrugada y añade– ¡Si sólo somos humanos! –a la vez que teclea aquella misma exclamación, en su fiel computadora.
     –¡Ese es el secreto! –se habla a sí mismo en voz alta, y alborota a los perros que descansan a sus pies, y a los murciélagos que revolotean en el cirián cuya sombra se dibuja desde la mesa donde escribe– ¡Don es como cualquiera! ¡Como yo! ¡Es un ser humano imperfecto, lastimado, con el corazón vapuleado! ¡No es un monstruo ni un canalla!
     –Al menos –repite para sí mismo ya entre sollozos–, Don tuvo el valor de pronunciar esas palabras (“Lo siento, lo siento…”), que yo hubiera deseado escuchar aquellas veces, en que simplemente el objeto de mi afecto o mi pasión, no llegó a una cita, ni llamó, ni escribió una sola línea. Con distintos nombres, he mirado el rostro de la más cruel indiferencia, del desengaño. Las lágrimas de Don, el personaje perfectamente construido de Highsmith, expiaron su culpa y, a la vez, le reavivaron la esperanza. Como él, también después de sentir morirse mi ilusión por mirar de nuevo a quien quizá no deseaba verme ya nunca, alimenté una esperanza, fabriqué una mentira, creí en mil excusas y contratiempos que le habían impedido escribir, llamar, acudir a la cita... También, como Don, lloré mi tormento para después esperar de nuevo, pacientemente, las señales de vida anheladas.
     –Igual que Don –pensó también, aunque ya no lo dijo por temor a ser escuchado por sus propios oídos– he impedido el vuelo de las aves que han sido un bálsamo para mi propio mal, a costa de lastimarles dolorosamente las alas.
     –Los humanos no somos perfectos –se repitió el aprendiz, el lector, el estudiante, el escribiente, el amante.
     Tomó entre sus manos de nuevo el libro. Aspiró otra bocanada de incienso. Oyó a lo lejos el cantar de un gallo trasnochado mientras llenaba otra vez su vaso de tequila con refresco de toronja, y dejó por unos momentos de atacar el teclado, para posar la mirada en un espejo próximo. En su reflejo, se reconoció transmutado en el pájaro que siempre había sido. Eternamente a punto de volar.
     Escríbanme: el_ladron_de_libros@live.com.mx


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