viernes, 24 de junio de 2011

Peludos, babeantes y tragones


Hermes Castañeda Caudana
La historia de los doce meses más recientes de mi vida, me es impensable sin Arles y Argos. A su lado, he descubierto cuánto cariño es capaz de dar mi corazón. Algún día escribiré nuestra historia juntos: Argos, Arles, el amor de mi vida y yo; los cuatro felices y queriéndonos mucho, en nuestra hermosa Casa del Cirián. Los capítulos de mi libro contarán episodios plenos de dicha porque, aunque de una a otra primavera también hemos sufrido, al contar cada uno con los otros tres, incluso las tristezas se alejan sorprendidas ante tanto amor sincero, que pinta de sol hasta la noche más sombría.
     Conduciré mi pluma, como tú, John Grogan, desde el día en que mis cachorros llegaron a mí, devolviéndome la inocencia. Así como Marley –tu babeante y juguetón labrador– les permitió, a ti y a tu amada, darse cuenta de que los hijos ya podían llegar porque, con su hermoso perro recién acogido, Jenny y tú se entrenaron para ser padres.
     Las fotografías en que das a conocer a tu cachorro al mundo, lo muestran impetuoso y tierno, como suele serlo todo perro que se sabe querido y a quien sus amos, aprecian debido al calor que da a sus vidas.
     Quienes los amamos, sabemos que los cachorros implican la responsabilidad de hacernos cargo de su bienestar. Los perros no son juguetes, por eso no es atinado traer uno a casa, sin sopesar los ajustes en la rutina diaria que conlleva el tratarlo bien. Tampoco, es recomendable tener uno de estos amigos bonachones en el hogar, si no se está dispuesto a ser paciente. A los perros se les debe educar sin golpes, porque no hay agresión más alevosa que la que se comete contra ellos, que se entregan sin reserva y con nobleza, lo que muy pocas personas sabemos hacer.
     En “Marley y yo”, Grogan nos ilustra ese papel tan importante que puede tener un nuevo miembro canino en una familia: la educación, los cuidados e, incluso, el “trabajo sucio” que involucra la crianza de un cachorro. Al principio el buen Marley, como cualquier perrito que descubre el mundo, destruía preciados objetos y lo ensuciaba todo, sin embargo, ello es parte de la experiencia de tener una mascota en casa. Lo más sencillo para algunos, es amarrarlos, o bien, relegarlos a espacios adonde los cachorros apenas sobreviven, soportando el sol, la lluvia, el hambre y la soledad. Incluso, hay quien para su conveniencia dice que “los perros comen solamente una vez al día”. Marley era alimentado tres veces y su adecuado tránsito hacia la adultez, mostraba que un perro debe comer tanto como lo precisa –si no me creen, los invito a conocer a Arles, tragón como ninguno–. ¡Cuántas personas hay que los abandonan! Sin tocarse el corazón los echan de casa en cuanto crecen o, simplemente, ya no los desean –como algún desalmado hizo con Argos, a quien tuve la enorme fortuna de encontrar–. ¡Y se dicen civilizados! En México, alrededor de 16 millones y medio de perros tienen un amo, ¿y los que no? ¿Y qué de aquellos cuyo dueño debiera asegurarles bienestar y cariño pero, en cambio, los tiene presos, hambrientos y enfermos, sin recibir jamás una caricia o la alegría de algún paseo?
     “Marley y yo” es una novela que me dejó cautivado y confirmó mi certeza, en que amar a un perro y considerarlo un importante compañero en nuestro paso por la vida, no es una excentricidad, sino parte de la mejor experiencia que si uno se permite, puede tener.
     Como Marley lo fue para los Grogan, Arles y Argos son elementos cruciales en mi familia. No hay episodio, feliz o mojado por el llanto, en que ellos no estén. En el libro de mi vida, dos peludos y rijosos pequeñines tienen un papel protagónico. Gracias a ellos, mi mejor música son sus ladridos y, el cariño más sincero, viene acompañado de abundante saliva y colitas que se menean, al ritmo de mi corazón vitalizado por los brincos de Argos y Arles y todo lo bueno que –igual que Marley a los Grogan– ellos, generosamente, me regalan.
     Hoy, los invito a escribir un episodio de su vida junto a su perro. Para la experiencia mejor narrada, tengo un obsequio que les encantará: Un ejemplar del libro “Marley y yo” de John Grogan, en su edición de CIRCE cuya encuadernación, como a mí, les fascinará. Por supuesto, este libro puede viajar a cualquier lugar del mundo, para llegar hasta TUS MANOS. ¿Qué dices? ¿Te animas? Espero tu escrito, antes del 30 de junio de 2011 en: el_ladron_de_libros@live.com.mx

viernes, 17 de junio de 2011

Mi papá, las revistas y mi felicidad


Hermes Castañeda Caudana
Cuando yo era niño y mi mundo era dulce y colorido, por el barrio de “San Francisco” en Gutiérrez Zamora, Veracruz, tenía su negocio Don Plutarco –Taco, para los amigos–, quien además de contar con muchos clientes que acudíamos a su molino a comprar la masa para las tortillas, era visitado por otra clientela mucho más variopinta. Encima de costales rebosantes de maíz, la gente que alquilaba las revistas semanales para leer ahí mismo, se acomodaba como podía, sin importarle el ruido del molino ni alguna otra cosa a su alrededor. Yo, en cambio, gracias a papá podía leer aquellas maravillosas joyas plácidamente, en la calidez de mi hogar. Apenas recibir, mis hermanos, mamá y yo, el precioso cargamento de tinta y de papel con el que nos agasajaba Don Hiram –mi papá–, se hacía una distribución de acuerdo con nuestros gustos. Para mi hermana, “Lágrimas y risas”; para mamá, “El libro sentimental”; mi hermano prefería “Kalimán”; papá, “El libro vaquero”, y yo, me quedaba con “Capulinita”. Quien terminara primero, todavía podía escoger entre “La familia Burrón”, “Memín Pinguín”, “El libro policiaco” y “Condorito”: ¡Todo un banquete de historias por disfrutar!
     Por mi parte, una vez que me apoderaba de mi precioso botín, solía servirme un tarro de café de olla y un cerro de enchiladas de jitomate hechas por mi tía Mary, para almorzar al tiempo que, ansioso, hojeaba la revista nuevecita. – ¿O comes o lees? –me increpaba entonces mi tía y yo, precavido, guardaba un rato mi “Capulinita” para saborear primero mi suculento almuerzo. Tan pronto como terminaba, corría a sentarme en el borde del pozo o, mejor aún, me escondía debajo de la mesa de la cocina, mientras leía con asombro las peripecias de Don Capuleto y su travieso e incorregible nieto. Yo tenía seis años. No hacía mucho había aprendido a leer y, ¡qué bueno!, porque de otro modo no habría disfrutado de aquellos momentos tan plenos de diversión, misterio y emociones, que hoy echo de menos.
     Años más tarde, los cómics de “Marvel” atrajeron toda mi atención: “Los vengadores”, “Los cuatro fantásticos” y “El hombre araña”, me acompañaron mientras crecí, llenando mi mente de fantasía y alimentando mi convicción en que el bien siempre triunfa, y los villanos, tarde o temprano terminan exiliados en lejanos asteroides o, al menos, desprovistos de sus malignos poderes.
     El ingenio de Gabriel Vargas, Stan Lee, Yolanda Vargas Dulché y tantos otros, nutrieron mi mente e inventiva, en aquella fabulosa etapa de mi vida, a través de historias intrigantes y jocosas. Gracias a mi papá –y a su ferviente afición–, tuve siempre a mi lado una revista ingeniosa que hizo mi mundo más bonito y, a mí, siempre me obsequió felicidad.
     En casa, no teníamos libros; sin embargo, el valor que hoy reconozco en las historias que leí en mi niñez, me hace saber que los lectores, no sólo iniciamos a serlo en una biblioteca; otro modo de acercarnos a las palabras, es a través de las revistas que estimulan nuestra imaginación y –compradas o alquiladas–, nos recuerdan que leer no tiene parangón, cuando ello nos brinda placer y alegría.

viernes, 10 de junio de 2011

El lugar donde nada florece


Hermes Castañeda Caudana
Cada cierto tiempo, sucede que me encuentro con creadores literarios cuya obra se me antoja leer completa. Después de “Falsas lenguas” y ahora con “Donde nada florece”, sé que Ingrid Noll se convertirá en una de mis escritoras preferidas. Su narrativa crea atmósferas que provocan que uno sienta, después de algunas líneas, conocer a los personajes; tomar el primer café de la mañana con ellos y acompañarlos en sus vicisitudes, porque la autora escribe con tal oficio que de ser lector, uno pasa a ser espectador e, incluso, quisiera ser protagonista de los sucesos contados.
     ¿Quién es el padre de la criatura? Me desperté gritando una de estas tibias madrugadas igualtecas, y supe entonces, que el hechizo estaba consumado. Birgit, ¿por qué simplemente desapareciste sin dejar alguna pista? ¿Fue Steffen, tu marido, quien te asesinó?, o, ¿decidiste esconderte, acosada por la culpa de concebir a tu pequeño tras algún encuentro fortuito con cierto amante innombrable? Me quedé susurrando, inquieto, mientras las manecillas del reloj anunciaban con su cadencioso tic tac, la llegada de otro amanecer.
     Todo comienza así: Ania es una profesora de alemán que además canta en un coro de su localidad. Sin embargo, cierto día, el ensayo se cancela y ella – ¡ay, qué terrible coincidencia! –, regresa a su casa antes de lo habitual. Apenas entrar, escucha una melodía conocida y piensa, extrañada: – ¿Estará Gernot melancólico esta noche? ¡No! Aquellos jadeos que provienen del sofá, no son los de alguien afligido –corrige Ania de inmediato–, sino los de dos amantes entregados al placer. Tranquilamente, ella decide volver a la cocina. Ahí, la espera el recipiente con agua que colocó al fuego minutos antes. Sin embargo, ya no apetece tomar el té, sino, ¡venganza! Por eso, el contenido de la primorosa tetera no va a parar a una tacita, sino, ¡encima del esposo y su acompañante! Ambos, despavoridos, no hacen sino aullar de dolor.
     A partir de aquel suceso, Ania comienza otra vida. Después de una breve temporada en un departamento minúsculo, por fin llega a un sitio de su agrado, donde el jardín de su corazón quizá florezca otra vez. El padre de su alumno Manuel, Patrick, además de excelente casero es un hombre maduro y atento; sin duda, un buen prospecto de pareja y, ¿quién sabe? Después de todo, ella todavía no cumple los cuarenta.
     Entretanto, la telaraña se enreda cada vez más. Un inocente comentario de Manuel sobre cierta llamada telefónica en que presuntamente Birgit –su maestra de clases de regularización y colega de Ania–, se dirige cariñosamente a un hombre que no es su marido, levanta sospechas en ésta última de que Birgit y Gernot, –quien todavía conserva las cicatrices del agua hirviente–, sostienen un romance. Ania trata de alertar sobre el affaire a Steffen –esposo de Birgit–, pero éste, confía ciegamente en su mujer. Más adelante, cuando Birgit se embaraza tras muchos años de intentarlo, Ania confirma sus sospechas: aquel hijo debe ser de Gernot. Sin embargo, hay más peces en el agua y de Birgit se sabe que nunca se ha distinguido por resistirse a la tentación de las aventuras amorosas, así que, el padre, podría ser un tercero y en este entuerto, nadie es inocente antes de probarlo. ¿Qué sucederá? ¿Steffen admitirá por fin que aquel pequeño que espera su mujer, puede ser el hijo de otro? ¿Ania cejará en su intento de hacerle ver las cosas que están frente a sus narices, al pusilánime marido engañado? ¿Será Patrick por quien el corazón de Ania vuelva a ser un balcón colmado de frescos geranios? ¿Cómo terminará todo?
     “Donde nada florece” es una obra contada como se platican mutuamente la vida dos amigos, con una copa de vino en la mano. Narrada con buen sentido del humor, perspicacia y sencillez, esta novela me dejó pensando en esas cosas que nos cambian interiormente y nos permiten renovar los sentimientos, como renace la vida tras el frío invierno. Sin embargo, tristemente, después de cada fracaso y desilusión, queda un sitio en el corazón inmune a la  primavera que retorna. Es aquel lugar donde ya nada… nada florece. ¡Escríbanme! el_ladron_de_libros@live.com.mx

viernes, 3 de junio de 2011

Redes de palabras para que en el sur y en todos lados, México LEA… Y también ESCRIBA


Hermes Castañeda Caudana
– Su archivo está dañado –me dice Doña Yola, con tono de preocupación en la voz. Tal vez, incluso de solidaridad porque minutos antes, ella me miró llegar con evidente prisa y entusiasmo a realizar aquella impresión a su papelería, cuando las manecillas del reloj avanzaban inclementes, con rumbo a las cinco de la tarde.
     – ¡Qué mala suerte! –exclamé, en tanto un sudor frío perlaba mi frente, mientras repasaba para mis adentros lo que tendría que hacer si es que deseaba llegar a tiempo al correo para enviar aquel escrito que hice de última hora, casi decidido a no participar en el Premio al Fomento a la Lectura: México Lee 2011.
     Segundos después, llegó a mi celular el mensaje de Azael –quien tanto me insistió para que concursara–, sacándome del fatídico error: “El correo cierra a las tres”, me avisaba.
     – ¡Todo por dejar asuntos importantes para el final! –me reprochaba en voz baja camino a casa, a la par que negaba enfáticamente con movimientos de cabeza. Era tal mi desazón, que ni siquiera me importó que los demás pasajeros de la combi me contemplaran con una mezcla de compasión y desconcierto, quizá por su mala fortuna de coincidir con un fulano que hablaba solo y gesticulaba, sin un interlocutor visible que lo acompañara en sus lamentos.
     Luego de encender mi computadora, sin embargo, me aguardaba otra sorpresa. ¡La convocatoria marcaba como término para la recepción de trabajos el día 31 de mayo! – ¿Y qué día es hoy? –pregunté en voz alta dirigiendo la mirada hacia Arles, que como toda respuesta me propinó un húmedo lengüetazo. – ¡Es 30! –corroboré en mi laptop y entonces la tristeza dio paso a las exclamaciones de júbilo, acompañadas de los saltos y ladridos de mis cachorros, acostumbrados de sobra a oírme hablar con el silencio.
     Al otro día por la mañana, camino hacia una escuela secundaria adonde entrevistaríamos a varios jóvenes para hacer un texto sobre “la moda y los adolescentes”, mi amiga Ilda y yo pasamos al correo y dentro de un sobre bolsa, envié la esperanza de que mi utopía sea conocida y a lo mejor abrazada por otros. – Es un trabajo para un concurso –aclaré a la persona que me atendió amablemente en las instalaciones del servicio postal. – ¡Mucha suerte! –me dijo con una sonrisa que en verdad me alentó, aquella atenta mujer mientras dejaba impreso ante mi mirada satisfecha, el matasellos indicando la fecha límite para que mi escrito fuera tomado en cuenta en el certamen.
     En ese sobre, mandé la recapitulación completa de mis motivaciones y del trabajo realizado a partir de la oportunidad brindada en Redes del sur para que fuera posible, el despliegue de mis aspiraciones literarias. A veces se gana y otras no, pero esto no es lo crucial, sino hacer saber a otros el sentido que tiene para ti eso que haces porque crees en ello con todas tus fuerzas.
     Mi convicción, es que a través de la difusión de obras literarias en que se escucha la voz de sus talentosos autores, otros pueden enamorarse de los libros y la lectura. También, creo en el poder de las palabras que de uno nacen y merecen ser comunicadas a quienes, además de abrevar de ese manantial de letras asimismo descubren que, como los noveles autores que se atreven a escribir su vida, ellos pueden ser artistas. “El ladrón de libros”, “La Educación a debate”, “Poemario”, “Entre el barro y la espinilla” y “Escribir nuestra vida” han dado forma a una utopía. Gracias al apoyo de mis queridos amigos, al entusiasmo de tantos nuevos escritores y a la maravilla de crear una red cada vez más grande y sólida de amantes de las palabras, he confirmado que si lo utópico se entiende como lo aspirable –no como lo imposible–, los sueños también tocan puerto y uno puede advertir que en el trayecto, se ha cumplido el propósito de lo que ayer fue tan sólo una idea afiebrada.
     Muchas gracias a todos quienes han sido parte de este andar. Los invito a seguir visitando nuestros blogs y comentando los escritos de tantas autoras y autores, a fin de consolidar esta Red de palabras para que en el sur y en todos lados, México Lea… y también Escriba.
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