viernes, 17 de junio de 2011

Mi papá, las revistas y mi felicidad


Hermes Castañeda Caudana
Cuando yo era niño y mi mundo era dulce y colorido, por el barrio de “San Francisco” en Gutiérrez Zamora, Veracruz, tenía su negocio Don Plutarco –Taco, para los amigos–, quien además de contar con muchos clientes que acudíamos a su molino a comprar la masa para las tortillas, era visitado por otra clientela mucho más variopinta. Encima de costales rebosantes de maíz, la gente que alquilaba las revistas semanales para leer ahí mismo, se acomodaba como podía, sin importarle el ruido del molino ni alguna otra cosa a su alrededor. Yo, en cambio, gracias a papá podía leer aquellas maravillosas joyas plácidamente, en la calidez de mi hogar. Apenas recibir, mis hermanos, mamá y yo, el precioso cargamento de tinta y de papel con el que nos agasajaba Don Hiram –mi papá–, se hacía una distribución de acuerdo con nuestros gustos. Para mi hermana, “Lágrimas y risas”; para mamá, “El libro sentimental”; mi hermano prefería “Kalimán”; papá, “El libro vaquero”, y yo, me quedaba con “Capulinita”. Quien terminara primero, todavía podía escoger entre “La familia Burrón”, “Memín Pinguín”, “El libro policiaco” y “Condorito”: ¡Todo un banquete de historias por disfrutar!
     Por mi parte, una vez que me apoderaba de mi precioso botín, solía servirme un tarro de café de olla y un cerro de enchiladas de jitomate hechas por mi tía Mary, para almorzar al tiempo que, ansioso, hojeaba la revista nuevecita. – ¿O comes o lees? –me increpaba entonces mi tía y yo, precavido, guardaba un rato mi “Capulinita” para saborear primero mi suculento almuerzo. Tan pronto como terminaba, corría a sentarme en el borde del pozo o, mejor aún, me escondía debajo de la mesa de la cocina, mientras leía con asombro las peripecias de Don Capuleto y su travieso e incorregible nieto. Yo tenía seis años. No hacía mucho había aprendido a leer y, ¡qué bueno!, porque de otro modo no habría disfrutado de aquellos momentos tan plenos de diversión, misterio y emociones, que hoy echo de menos.
     Años más tarde, los cómics de “Marvel” atrajeron toda mi atención: “Los vengadores”, “Los cuatro fantásticos” y “El hombre araña”, me acompañaron mientras crecí, llenando mi mente de fantasía y alimentando mi convicción en que el bien siempre triunfa, y los villanos, tarde o temprano terminan exiliados en lejanos asteroides o, al menos, desprovistos de sus malignos poderes.
     El ingenio de Gabriel Vargas, Stan Lee, Yolanda Vargas Dulché y tantos otros, nutrieron mi mente e inventiva, en aquella fabulosa etapa de mi vida, a través de historias intrigantes y jocosas. Gracias a mi papá –y a su ferviente afición–, tuve siempre a mi lado una revista ingeniosa que hizo mi mundo más bonito y, a mí, siempre me obsequió felicidad.
     En casa, no teníamos libros; sin embargo, el valor que hoy reconozco en las historias que leí en mi niñez, me hace saber que los lectores, no sólo iniciamos a serlo en una biblioteca; otro modo de acercarnos a las palabras, es a través de las revistas que estimulan nuestra imaginación y –compradas o alquiladas–, nos recuerdan que leer no tiene parangón, cuando ello nos brinda placer y alegría.

1 comentario:

  1. Hola Hermes: Tu relato me hace recordar cosas similares. Allá por los años cincuentas, yo niño, circulaban diariamente "El pepín" un pasquín que contenía varias historietas a la vez en episodios editado al estilo del “cómic” en media carta y en sepia, fue el antecedente de "Lágrimas risas y amor" porque muchas de las historias del primero después fueron publicadas en la otra.

    ResponderEliminar