domingo, 24 de abril de 2011

Todos estamos ciegos: la lucidez de José Saramago



3 de julio de 2010
¿Y si todos estuviéramos ciegos? Te preguntaste aquella vez ante una taza de café, para responderte, con la certeza de la respuesta pronta que llega al formular la pregunta correcta, porque siempre estuvo ahí, esperando ser llamada: ¡Pero si todos estamos ciegos!
     ¿A qué ceguera te referías? ¿A la que antecede a la lucidez que permite, qué ironía, contemplar esa misma ceguera en uno mismo? ¿Tú, que blandiste la bandera de la congruencia hasta sus consecuencias últimas, montado en el elefante que condujo tu viaje a través de escarpadas tierras, valiente paquidermo que fue él mismo el obsequio prometido, como lo fue tu inteligencia para quienes te conocimos, aún sin estrechar alguna vez tu mano, ni expresarte la admiración que desde siempre te mereciste, en un abrazo sincero? Ojalá la muerte también se hubiera enamorado, para su perdición, de tu valentía, y hubiese decretado que al otro día, los genios no murieran.
     ¿Dónde estás ahora? Te imagino a la puerta de un nuevo reino, exigiendo entrar por derecho propio, y cuando la autoridad mayor de aquellos lares te pregunte, ¿Y quién eres tú para que te deje pasar?, seguro estoy que habrás de responderle, ¿Y quién eres tú para no dejarme? ¿Navegas por fin hacia la isla desconocida que existió desde siempre en tu corazón? Pintor de mundos posibles, artífice de justicas pendientes, que alzó del suelo la ignominia para descubrir en la agudeza del intelecto, la más grande y efectiva de las resistencias, contra el poderoso que piensa que lo es, aunque su poder, qué paradoja, no le alcance para pensar mejor. Tu mensaje es digno de buscarse en cada documento del registro civil, para ver si entre todos los nombres, se halla la clave de tu legado, o la identidad de tu sucesor. Ya no traduce Pilar tus razones para nombrar al mundo como lo veías, cerca o lejos de la cosa en que se representa; ella, tu tonada en castellano, a quien dedicabas cada obra, como decir agua.
     Tal vez, algunos dejen de temblar con tu partida, porque sin ti, ¿quién más osará reivindicar a Caín? ¿Embarazar a María Magdalena con la simiente mitad terrenal y mitad etérea del hombre-dios, a quien su padre inmoló para su propia salvación? No te vas, permaneces en las miradas críticas ante la invasión de los centros comerciales que desplazan lo artesanal y devastan, cual Goliat a David, a las pequeñas empresas familiares. Te quedas, José, en la advertencia de las identidades que se roban fácilmente para duplicar hombres y mujeres a diestra y siniestra, sin que se enteren. En tu fiel cuaderno, has grabado los secretos de tu ácida caligrafía, de tu propia lucidez, que contrarresta la ceguera de quienes, por temerte, descansan ahora que no está tu cuerpo entre los vivos. No saben, allá ellos, que los hombres pueden marcharse mientras su legado fructifica, si encontró mentes receptivas que lo hagan propio, y entonces pedirán a los hombres de justicia y revolución, ser perdonados; ellos, dogmáticos y serviles a sus propios demonios, porque nunca, ni antes ni hoy, han sabido lo que han hecho.
     Hoy, como homenaje a Saramago, las letras que les he obsequiado, y su libro, “Las intermitencias de la muerte”, para quien responda en primer lugar al presente Juego de ingenio: Tras largo silencio, diste la razón del mismo, límpida y llana, una vez que retornó a tu ser, la inspiración, y con ella, la palabra. ¿Tienes la respuesta? Házmela saber, escríbeme a el_ladron_de_libros@live.com.mx

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