lunes, 25 de abril de 2011

Mi amigo Don Ramón


11de diciembre de 2010
Lo vi entre los tesoros exhibidos en la doceava Feria del Libro de la hermosa ciudad colonial de Taxco de Alarcón, Guerrero. Un libro peculiar. Tras aproximarme algunos pasos pude distinguir su nombre en la portada: “El don apacible de Sor Juana Inés de la Cruz. Décima musa de la Nueva España”. Entonces usted, advirtió la dirección de mi mirada y reconoció en ella el interés genuino de quien aprecia los libros. Lo supo porque usted los ama, más que nadie que yo conozca.
     Más adelante, conversábamos animadamente. Usted me llevó al pasado, con la imaginación. Supe quién es, cuáles son sus ideales y cuántas merecidas distinciones ha recibido. Don Ramón Nava y Nava, reconocido como “El Decano de los Libreros en México”. De inmediato despertó mi admiración y respeto. Sin embargo, mi prisa y no contar con una cámara fotográfica que dejara constancia de nuestro encuentro, me llevó a pedirle algunos minutos más, el siguiente fin de semana, para conversar y así saber más de usted.
     Transcurrieron siete días, en que le recordé y en cada conversación hablé sobre mi nuevo amigo, y acerca de la motivación renacida en mí, a partir de conocerle. Yo, que tantas veces he dudado de la conveniencia de amar a los libros, me encontré con quien ha dedicado su existencia a Ellos. Desde que en 1946 empezó a venderlos, sin poseer en aquel ayer los conocimientos precisos para desvelar sus secretos.
     Usted, Don Ramón, que en 1942, en plena mocedad, llegó a la Ciudad de México. Ahí conoció a Don José C. Torres, hijo de la madre patria que arribó un día con su precioso cargamento de libros a la colonia Doctores, donde alquiló aquella bodega a Don Guillermo Nava Uribe, primo de usted, quien le consiguió trabajo con Don José, como celoso vigilante de lo más valioso que existe sobre el universo: ríos de tinta y de palabras, contenidos entre las páginas de preciosos ejemplares.
     Después usted, Don Ramón, continuó la tradición. Convirtió en sentido de vida dedicarse a morar en todos y ningún lado, a ser errante, sin más posesión en el mundo que sus libros viajeros que lo mismo han conocido el Norte que el Sur, llevando inspiración y certezas al por mayor, a pobladores de un país que tanto lo necesita.
     En tanto charlamos, me muestra orgulloso sus mejores piezas, ejemplares únicos, impregnados de historia y misticismo. De cuando en cuando, me reitera su preocupación debido a un entorno que se destruye por la mano de los seres humanos, que en medio de la inconsciencia, no razonamos que lo que devastamos es la casa en que habitamos, el mundo al que pertenecemos.
     Nos tomamos las fotos de rigor en que lucimos felices e iluminados. Usted, por mostrarme el oro transmutado en papel que lleva como cargamento. Yo, por la fortuna de que nuestros caminos se cruzaran, para no separarse nunca más. Porque usted, Don Ramón, me confirmó que las prioridades deben ser las que hace tiempo descubrí, pero que nunca dije tan bien como usted lo hizo, cuando nos aconseja: “Si tiene dinero, compre un libro. Si le queda, compre pan”.
     Estrechamos nuestras manos. Usted llevó la mía hacia su corazón. Yo le guardé en el mío. Después, nostálgico, busqué entre los demás puestos aquel primer libro que usted vendió, “María”, de Jorge Isaacs. Imaginé pagarle los cincuenta centavos en que fijó su precio, y nuevamente le dije, “Gracias”.
     La siguiente semana, la reseña de mi descubrimiento del primer libro que me obsequió Don Ramón. Escríbanme: el_ladron_de_libros@live.com.mx

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